La nave

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La nave de los locos

sábado, 2 de abril de 2011


SILENCIO, QUE ESTÁ COMENZANDO LA NOVELA
José Barroso

"Queda así descrito... cómo valiéndose de sus raras artes y sus malas mañas, el Mago de la Cara de Vidrio se instaló a juro en nuestro apartamento, transformándolo en una zona de cataclismos."                                                                                             
                                                                         Eduardo Liendo. El Mago de la Cara de Vidrio.




Durante los años noventa, me negué rotundamente a ver televisión; en cambio, me dediqué a la lectura de manera obsesiva. Leía novelas, libros de cuentos, poemarios, libros de filosofía, historia y arte, además de todos los periódicos y revistas que podía. A medida que iba terminando los libros iba incluyendo sus títulos en una lista. A veces la lista, que cerraba a fin de mes, incluía hasta veinte títulos. Y yo me sentía tan orgulloso de mi productividad lectora que presumía de ella en toda reunión.
Pero finalizando la década llegó a vivir a mi casa una amiga que trastocaría mi costumbre. Al principio ambos nos sentábamos en la sala, cada uno con un libro, y ahí estábamos leyendo, fumando y comentando las obras, muchas veces hasta altas horas de la madrugada. Éramos tan felices, hasta que un día esta amiga llevó una visita a la casa.
-Va a comenzar la novela –dijo de pronto la visita–, vamos a verla. ¿Dónde tienen el televisor?
-¿El televisor? -le respondió mi amiga- No, aquí no tenemos televisor.
-Quéééé –exclamó la visita, entre sorprendida e indignada-. ¿Ustedes no tienen televisoooor? –interrogó luego, haciéndose la que había escuchado mal. Entonces mi amiga le respondió con un gesto de cabeza negativo.
-Pero, chica, yo no sabía que estabas viviendo en estas condiciones-  le espetó la visita a mi inquilina antes de despedirse presurosa.
-Qué vergüenza- dijo mi amiga entre dientes.
            Yo pensé que se sentía avergonzada ante mí por el comentario de su visita, pero no, a los pocos segundos fue más explícita:
             -Qué pena con mi amiga. Qué irá a decir de nosotros por ahí. Ella tiene toda la razón. Qué persona medianamente normal puede vivir sin un televisor en su casa. Mañana mismo me busco uno, si no me voy a quedar sin amigos por tu culpa.
 No supe de dónde sacó mi amiga aquel televisor gigantesco con el que llegó a casa la tarde siguiente.  Era un aparato de los años ochenta,  de madera, sin control remoto, y de colores saturados, de esos que traían de Margarita cuando Luis Herrera decretó la televisión en colores. No me acuerdo si hasta tenía una ruleta para seleccionar los canales. Lo cierto era que mi amiga estaba feliz. Ya había mejorado su “condición de vida”.
A partir de entonces ella llegaba del trabajo y se encerraba en su cuartico (donde, por consideración a mí, instaló el electrodoméstico), a ver las telenovelas para tener de qué hablar con su círculo social. A veces salía a tomar agua y, camino a la cocina, me miraba con nostalgia mientras yo desgastaba mis ojos en algún libro de Vargas Llosa o Milan Kundera.
Una noche, mi amiga salió de su cuartico y me propuso que la dejara instalar el artefacto en la sala porque “ese cuartico es muy incómodo, muy caluroso”. Me lo dijo con una vocecita tan tierna que no tuvo que rogarme mucho.  Lo único que le pedí fue que lo mantuviera con un volumen moderado que me permitiera concentrarme en mi lectura. 
Durante las primeras semanas, mientras mi amiga veía sus telenovelas, yo me sentaba de espaldas al televisor a disfrutar de mi lectura. Cuando pasaban comerciales ella me preguntaba qué estaba leyendo y yo le contaba las aventuras de mis personajes de ficción. Entonces se emocionaba, pero al rato me pedía:
-Silencio, flaco, que ya comenzó la novela.
Yo me sentía herido con aquella orden, y en represalia me burlaba de su preferencia por aquellos dramones manidos. Mi amiga escuchaba impasible mis comentarios y luego espetaba:
              -Pero tengo calidad de vida y muchos amigos con quien comentar las desgracias de Florecita del Valle.
              Ahí era donde yo más me reía. Quién en este mundo puede llamarse Florecita del Valle.
              -Nadie, flaco -me dijo una noche-, así como nadie puede llamarse Madame Bovary. Esa es la magia de la ficción, mientras más imposible es el nombre de un personaje más real nos parece este. ¿O es que has conocido a alguien que se llame Remedios la Bella?
            Ay, tenía tanta razón que me dejó mudo y lleno de odio hacia ella. 
Pero fueron aquellas palabras las que  hicieron que otra noche, en el momento en que mi amiga se encontraba en la cocina, mi mirada buscara en la pantalla del artefacto el rostro de alguien que gimoteaba. Cuando mi amiga regresó, según sigue contando hasta el día de hoy, me encontró trémulo y sudoroso, llorando por las desgracias de Florecita del Valle.
-Tranquilo, flaco, tranquilo -me dijo abrazándome-, qué bueno que decidiste cambiar tus condiciones de vida.
 Y ambos nos sumimos en un profundo sollozo.


Abril de 2011

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