SILENCIO, QUE ESTÁ COMENZANDO LA NOVELA
José Barroso
"Queda así descrito... cómo valiéndose de sus raras artes y sus malas mañas, el Mago de la Cara de Vidrio se instaló a juro en nuestro apartamento, transformándolo en una zona de cataclismos."
Eduardo Liendo. El Mago de la Cara de Vidrio.
Durante los
años noventa, me negué rotundamente a ver televisión; en cambio, me dediqué a
la lectura de manera obsesiva. Leía novelas, libros de cuentos, poemarios,
libros de filosofía, historia y arte, además de todos los periódicos y revistas
que podía. A medida que iba terminando los libros iba incluyendo sus títulos en
una lista. A veces la lista, que cerraba a fin de mes, incluía hasta veinte
títulos. Y yo me sentía tan orgulloso de mi productividad lectora que presumía
de ella en toda reunión.
Pero
finalizando la década llegó a vivir a mi casa una amiga que trastocaría mi
costumbre. Al principio ambos nos sentábamos en la sala, cada uno con un libro,
y ahí estábamos leyendo, fumando y comentando las obras, muchas veces hasta
altas horas de la madrugada. Éramos tan felices, hasta que un día esta amiga
llevó una visita a la casa.
-Va a comenzar
la novela –dijo de pronto la visita–, vamos a verla. ¿Dónde tienen el
televisor?
-¿El televisor?
-le respondió mi amiga- No, aquí no tenemos televisor.
-Quéééé
–exclamó la visita, entre sorprendida e indignada-. ¿Ustedes no tienen
televisoooor? –interrogó luego, haciéndose la que había escuchado mal. Entonces
mi amiga le respondió con un gesto de cabeza negativo.
-Pero, chica,
yo no sabía que estabas viviendo en estas condiciones- le espetó la visita a mi inquilina antes de
despedirse presurosa.
-Qué vergüenza-
dijo mi amiga entre dientes.
Yo
pensé que se sentía avergonzada ante mí por el comentario de su visita, pero
no, a los pocos segundos fue más explícita:
-Qué pena con mi amiga. Qué irá a
decir de nosotros por ahí. Ella tiene toda la razón. Qué persona medianamente
normal puede vivir sin un televisor en su casa. Mañana mismo me busco uno, si
no me voy a quedar sin amigos por tu culpa.
No supe de dónde sacó mi amiga aquel televisor
gigantesco con el que llegó a casa la tarde siguiente. Era un aparato de los años ochenta, de madera, sin control remoto, y de colores
saturados, de esos que traían de Margarita cuando Luis Herrera decretó la
televisión en colores. No me acuerdo si hasta tenía una ruleta para seleccionar
los canales. Lo cierto era que mi amiga estaba feliz. Ya había mejorado su
“condición de vida”.
A partir de
entonces ella llegaba del trabajo y se encerraba en su cuartico (donde, por
consideración a mí, instaló el electrodoméstico), a ver las telenovelas para
tener de qué hablar con su círculo social. A veces salía a tomar agua y, camino
a la cocina, me miraba con nostalgia mientras yo desgastaba mis ojos en algún
libro de Vargas Llosa o Milan Kundera.
Una noche, mi
amiga salió de su cuartico y me propuso que la dejara instalar el artefacto en
la sala porque “ese cuartico es muy incómodo, muy caluroso”. Me lo dijo con una
vocecita tan tierna que no tuvo que rogarme mucho. Lo único que le pedí fue que lo mantuviera
con un volumen moderado que me permitiera concentrarme en mi lectura.
Durante las
primeras semanas, mientras mi amiga veía sus telenovelas, yo me sentaba de
espaldas al televisor a disfrutar de mi lectura. Cuando pasaban comerciales
ella me preguntaba qué estaba leyendo y yo le contaba las aventuras de mis
personajes de ficción. Entonces se emocionaba, pero al rato me pedía:
-Silencio, flaco,
que ya comenzó la novela.
Yo me sentía herido con aquella orden, y en represalia me burlaba de su preferencia
por aquellos dramones manidos. Mi amiga escuchaba impasible mis comentarios y
luego espetaba:
-Pero tengo calidad de vida y
muchos amigos con quien comentar las desgracias de Florecita del Valle.
Ahí era donde yo más me reía.
Quién en este mundo puede llamarse Florecita del Valle.
-Nadie, flaco -me dijo una noche-,
así como nadie puede llamarse Madame Bovary. Esa es la magia de la ficción,
mientras más imposible es el nombre de un personaje más real nos parece este.
¿O es que has conocido a alguien que se llame Remedios la Bella?
Ay, tenía tanta razón que me dejó mudo y lleno
de odio hacia ella.
Pero fueron
aquellas palabras las que hicieron que otra
noche, en el momento en que mi amiga se encontraba en la cocina, mi mirada
buscara en la pantalla del artefacto el rostro de alguien que gimoteaba. Cuando
mi amiga regresó, según sigue contando hasta el día de hoy, me encontró trémulo
y sudoroso, llorando por las desgracias de Florecita del Valle.
-Tranquilo,
flaco, tranquilo -me dijo abrazándome-, qué bueno que decidiste cambiar tus
condiciones de vida.
Y ambos nos sumimos en un profundo sollozo.
Abril de 2011
Jajaja, que buen cuento José. Está muy bueno. Saludos!
ResponderEliminarJajaja, demasiado bueno
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