José Barroso
Cuarenta años tenía el señor Francisco laborando en la Oficina sin
presentar nunca un reposo, sin faltar jamás un lunes por quedarse dormido
pasando un ratón, cuarenta años sin irse antes de la hora de salida ni un solo
viernes, sin reunirse en el cuartito de la fotocopiadora a fumarse un cigarro o
a buscar los números de la lotería ocultos en el comic llamado la Panchita,
como algunos de sus compañeros.
Él era el primero en llegar y el último en irse, el que asistía a la Oficina un sábado o un
domingo si el director lo necesitaba, el que debía ser obligado por el jefe de
personal a tomarse sus vacaciones, el único que permanecía sobrio en las
fiestas de fin de año, “porque mañana tengo que trabajar”, y se iba tempranito
a casa, después de los regalos del amigo secreto o después que los dos
compañeros que se tenían tirria se daban un abrazo palmoteado y se iban a bailar en trencito con los demás.
Por eso se extrañó tanto el señor Francisco cuando el nuevo jefe, llegado
de Caracas para enderezar las cosas, lo citó a su despacho. Pensó que se
trataba de una amonestación. “¿Pero, por qué -se preguntó- si yo cumplo con mi
horario y con mi trabajo, y nunca en la vida me he llevado las resmas de papel
ni las cajas de bolígrafos para mi casa?”
Quiso seguir imaginando las razones de la posible amonestación, pero la
voz de la secretaria del jefe interrumpió su pensamiento: “Dice el doctor que
pase”.
Temeroso el señor Francisco abrió la puerta del despacho, saludó y esperó
impaciente que el jefe terminara de buscar, con afán, un papel en los lotes de
carpetas colocados sobre el escritorio.
“Tenga, señor Colina, en este oficio se le informa que usted ha sido
jubilado”.
Ju-bi-la-do. La palabra estremeció al señor Francisco. Jubilado le sonaba
a fusilado, a júbilo jamás, sino a eso
a fu-si-la-do. “¿Pero, y yo qué hice, doctor?”. Le preguntó al Jefe el señor
Francisco con el rostro descompuesto. “Ponerse viejo, señor Colina. ¿Le parece
poco? Ponerse viejo”. Fue la respuesta de aquel hombre de rostro inexpresivo.
El señor Francisco tomó la carta, la metió en el bolsillo de su camisa y
salió. No quiso decirle nada más al hombre cuyas palabras lo habían hecho
sentirse disminuido ante él, ante sus treinta o treinta y cinco años de edad, y
ante su voz de tono indiferente. Sabía que ningún ruego cambiaría aquella
decisión.
Mientras caminaba hacia su escritorio, con el corazón encogido, pensó en
cómo se lo diría a Zenaida, su esposa. Debió imaginarse que aquello pasaría en
algún momento, pero nunca lo hizo. Estuvo siempre tan metido de lleno en su
trabajo que no tuvo tiempo para eso.
Durante el resto de la jornada no hizo más que reflexionar, reflexionar, hasta
la hora de salida.
Llegó a su casa risueño, así lo vio Zenaida, risueño, como en los cinco
actos académicos de los cinco hijos, graduados tres en la “Francisco de
Miranda”, uno en el Tecnológico y el menor en la Central , bajo aquellas
nubes de Calder que por momentos le recordaban los Tres Platos que durante
mucho tiempo habían levitado en la resolana de Coro.
Zenaida extrañó que llegara tan carialegre y más zalamero de lo habitual.
También extrañó que buscara los discos de acetato de la Billo `s, y colocara
insistentemente aquella canción que les gustaba bailar en el Club Concordia
cuando eran novios
La esposa no se cansaba de preguntarle el porqué
de tanta alegría, pero él no le respondía, sólo le sonreía y continuaba
trasteando en la cocina, buscando unas cervecitas, unas aceitunas, unas
pepitonas y condimentando la carne para una parrilla…
Fue
varias horas más tarde, con diez cervezas encima y con la Billo `s de fondo cuando le
dijo a la esposa: “Me jubilaron, Zenaida, pero no les voy a dar el gusto”. La
esposa se llevó asombrada las manos a las mejillas y estaba a punto de soltar
las lágrimas cuando escuchó al señor Francisco decirle: “No, no. Nada de
lloriqueos. Ahora nos toca a nosotros… Cinco hijos, todos graduados, todos casados. Ocho nietos, todos hermosos… Ahora nos
toca a nosotros”.
Los
hijos al enterarse le recomendaron: “Lo que debes hacer, papá, es invertir esos
cobres de la jubilación”. “Sí, pero primero me voy a comprar mi moto”. Les dijo
él. “¿Una moto, cómo que una moto, qué vas a hacer tú con una moto?” “Montarme
en ella, pues”. “Pero, papá, ya tú no estás para esas cosas”. “¿Ah no, y
entonces para qué estoy?”
Fue
tal la alarma en la familia que hasta la hija que vive en Miami lo llamó: “Esas
son cosas para la juventud, papá”. Le dijo ésta, a lo que él respondió: “Por
eso mismo, mija, esa es una deuda que tengo conmigo desde mi juventud”.
Sólo Zenaida,
como siempre, lo apoyó y el día que el señor Francisco llegó con la moto ella
se cubrió su cabello blanco con un pesado casco y lo acompañó por las calles de
Coro, agarrada fuerte a su cintura. Y así andan desde ese día, sintiendo la
brisa fresca de la sierra o el viento salobre de la península, amándose en
parajes insólitos, sintiéndose más vivos que nunca, llenos de verdadera
juventud.
Marzo de 2006
La moto y la actitud. Excelente José, me movió la idea. Saludos
ResponderEliminarNunca es tarde para vivir nuevas experiencias... Muchas veces ocupamos nuestro tiempo en hacer las cosas y quedar bien ante los demás, pero lamentablemente olvidamos disfrutar la vida como nunca!!! Genial profe!!!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarjajaja q buena historia, si de ser cierta es una buena anecdota y reflexión...por estar siempre pendiente del q diran los demás dejamos de experimentar las cosas q nos atraen.
ResponderEliminarEn la Gobernación trabaja un señor que los han jubilado no menos de tres veces, tantas mismas que lo han tenido que re-enganchar, ya que nadie quiere tener en su conciencia esa espada de damocles; porque cada vez que lo jubilan, amenaza de que se va a suicidar.
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