José Barroso
Esa tarde, como siempre al salir de clases, encendí el
celular y me dispuse a revisar los mensajes de voz y los de texto, tenía seis
en total, tres y tres, todos de un amigo con quien en la juventud hice causa
común con la convicción de que transformaríamos el mundo a punta de poemas.
Bueno, cosas de muchachos, entiendan ustedes.
Él era en aquellos tiempos un lector apasionado, voraz,
podía leerse en dos noches un libro de ochocientas páginas, de esos que todos
citan pero nadie ha leído nunca. Con esa misma pasión escribía ensayos,
cuentos, poemas, aforismos, crónicas, y soñaba con ser publicado por Monte
Ávila, Planeta, Seix Barral y ganar el Premio Rómulo Gallegos, el Príncipe de
Asturias y el Nóbel de Literatura, así en ese orden.
Todos los años enviaba un cuento al concurso de El
Nacional e incluso enviaba también a los concursos literarios convocados por
ateneos y casas de la cultura ubicados en los rincones más apartados del país,
pero nunca lograba un premio, llegaba, como dicen, detrás de la ambulancia.
“Eso mismo le sucedía a García Márquez cuando vivía en Venezuela”. Se
consolaba. “Las mafias literarias no dejan que surjan nuevos talentos”.
Y no se rendía. Enviaba sus libros a las editoriales de
Caracas y a las instituciones culturales de este estado y nada, no le
publicaban ni un librito multigrafiado. Pero con el tiempo se fue resignando.
“Ya llegará mi momento. Es que soy un adelantado a mi época”. Se decía, sólo
para darse ánimo.
Un diciembre, para sorpresa de todos, decidió casarse.
Sí, él que decía que el matrimonio era un convencionalismo social, una
abominación creada por la burguesía y un monstruo castrador del amor, decidió
casarse con Yasmira, su novia de siempre.
“¿Pero qué le vas a dar de comer a mi hija?”. Le preguntó
el suegro. “¿Libros?”. Entonces el señor, que tenía mucho dinero porque era
sindicalista, les dio para que montaran un negocio. “Vamos a montar una
librería. Eso sí, sólo venderemos libros de literatura. Colocaremos unas
mesitas para que la gente se tome un café mientras ojea y decide qué obra
comprar”. Pero la esposa intervino para convencerlo: “¿Estas loco? ¿Una
librería? Conociendo a tus amigos esos se van a tomar todo el café, se van a
llevar todos los libros sin pagar y antes del mes nos vamos a quedar con los
estantes y los bolsillos vacíos. No, no, mejor vamos a montar un remate de
caballos”. “Pero, ¿qué sé yo de caballos?”. “Algo sabrás, porque te la pasas
escribiendo poemas sobre caballos”. “Si, pero esos caballos sobre los que
escribo son metáforas de mi cosmogonía interior”. “Bueno, léete la Gaceta
Hípica para que aprendas algo, porque con cosmogonía interior no se va al
mercado ni se compra ropa ni se paga el teléfono, la luz, el agua…” Y montaron
su remate de caballos que él bautizó Caballo de Troya. Les fue tan bien que al
año ya tenían cinco sucursales diseminadas por toda la ciudad, una lujosa casa
en el parcelamiento Santa Ana y dos carros que le costaron lo mismo que veinte
librerías juntas.
Y así quién va a estar escribiendo versos. El hombre
olvidó para siempre el premio de El nacional y el Nóbel. De aquella época sólo
le quedaron buenos amigos a los que invita a tomarse unos güisquis cuando se
siente deprimido, como debió sentirse esa tarde cuando, al salir de clase, leí
en la pantalla de mi celular su nombre.
Preocupado por la insistencia de mi amigo, me apresuré a
revisar los mensajes de texto: T spro n Tsk + trd. Decían los tres mensajes de
la persona que en un tiempo arremetía con furia contra aquel que irrespetara la
gramática y la sintaxis. Debo confesar que no entendí,
pero-lo-que-se-dice-nada, aquellos mensajes. No soy muy experto en eso que los
lingüistas han denominado “economía del lenguaje”, por eso decidí que era mejor
escuchar los mensajes de voz, los cuales al instante me despejaron la
incógnita: Te espero en la tasca de siempre más tarde.
A eso de las nueve llegué a la tasca de siempre. Él se
alegró al verme y pidió de inmediato para mí un güisqui dieciocho años, luego
me dijo: “No te preocupes, es güisqui bueno, no como ese que le regalaban a mi
suegro en diciembre los agremiados de su sindicato. Cómo no se iba a morir el
viejo, si bebía tanto güisqui puya’o”. Durante toda la noche me estuvo hablando
de sus logros, del carro que se iba a comprar -de esos que cuestan lo que deben
de costar cuarenta librerías juntas-, de la casa que se estaba construyendo en
la sierra y de la que se había comprado en la playa de Buchuaco, del viaje que
iba a hacer con los muchachos y Yasmira para Disney World.
“¡Disney World! ¡Virgen
Santa!” Pensé. “¿Y este no era el
que decía que Mickey Mouse era un símbolo de dominación utilizado por los
gringos para destruirnos como cultura?” Debo confesar que la envidia me estaba
corroyendo. Sí, sí, bueno, es que uno es humano.
Ya cuando nos estábamos yendo me preguntó: “¿Y tus cosas
cómo van?”. Con mucha vergüenza le respondí: “Ahí, dando clases e investigando”.
“¿Ah, síii? ¿y sobre qué estás investigando?”. Inquirió, como por no dejar.
“Estoy haciendo un estudio acerca de los referentes animalísticos en la poesía
venezolana”. Le respondí. “Ah”. Balbuceó con desdén. “Chico, y cuando vas a
madurar tú, con referentes animalísticos no se compra en el hipermercado ni se
paga la luz, el teléfono, el cable... Ya que sabes tanto de animales por qué no
te montas una tienda de mascotas”. Así me dijo el muy desgraciado. Es que me
sentí como una chiripa rociada con Baygon. “No, eso ni pensarlo”. Fue lo único
que pude decirle, pues la indignación me ahogó las palabras. Pero ahora que han
pasado los días, ¿pueden creerme que comencé a pensarlo?
Febrero de 2006