La nave
sábado, 19 de diciembre de 2009
Postales de Narragonia
Rockola del Bar Garúa (Coro), para escuchar las canciones navideñas de Nancy Ramos. ¿Y a ti qué canciones te gustaría escuchar en ella?
miércoles, 25 de noviembre de 2009
EL POETA QUE SE BAJÓ DE SU NUBE
José Barroso
José Barroso
Esa tarde, como siempre al salir de clases, encendí el
celular y me dispuse a revisar los mensajes de voz y los de texto, tenía seis
en total, tres y tres, todos de un amigo con quien en la juventud hice causa
común con la convicción de que transformaríamos el mundo a punta de poemas.
Bueno, cosas de muchachos, entiendan ustedes.
Él era en aquellos tiempos un lector apasionado, voraz,
podía leerse en dos noches un libro de ochocientas páginas, de esos que todos
citan pero nadie ha leído nunca. Con esa misma pasión escribía ensayos,
cuentos, poemas, aforismos, crónicas, y soñaba con ser publicado por Monte
Ávila, Planeta, Seix Barral y ganar el Premio Rómulo Gallegos, el Príncipe de
Asturias y el Nóbel de Literatura, así en ese orden.
Todos los años enviaba un cuento al concurso de El
Nacional e incluso enviaba también a los concursos literarios convocados por
ateneos y casas de la cultura ubicados en los rincones más apartados del país,
pero nunca lograba un premio, llegaba, como dicen, detrás de la ambulancia.
“Eso mismo le sucedía a García Márquez cuando vivía en Venezuela”. Se
consolaba. “Las mafias literarias no dejan que surjan nuevos talentos”.
Y no se rendía. Enviaba sus libros a las editoriales de
Caracas y a las instituciones culturales de este estado y nada, no le
publicaban ni un librito multigrafiado. Pero con el tiempo se fue resignando.
“Ya llegará mi momento. Es que soy un adelantado a mi época”. Se decía, sólo
para darse ánimo.
Un diciembre, para sorpresa de todos, decidió casarse.
Sí, él que decía que el matrimonio era un convencionalismo social, una
abominación creada por la burguesía y un monstruo castrador del amor, decidió
casarse con Yasmira, su novia de siempre.
“¿Pero qué le vas a dar de comer a mi hija?”. Le preguntó
el suegro. “¿Libros?”. Entonces el señor, que tenía mucho dinero porque era
sindicalista, les dio para que montaran un negocio. “Vamos a montar una
librería. Eso sí, sólo venderemos libros de literatura. Colocaremos unas
mesitas para que la gente se tome un café mientras ojea y decide qué obra
comprar”. Pero la esposa intervino para convencerlo: “¿Estas loco? ¿Una
librería? Conociendo a tus amigos esos se van a tomar todo el café, se van a
llevar todos los libros sin pagar y antes del mes nos vamos a quedar con los
estantes y los bolsillos vacíos. No, no, mejor vamos a montar un remate de
caballos”. “Pero, ¿qué sé yo de caballos?”. “Algo sabrás, porque te la pasas
escribiendo poemas sobre caballos”. “Si, pero esos caballos sobre los que
escribo son metáforas de mi cosmogonía interior”. “Bueno, léete la Gaceta
Hípica para que aprendas algo, porque con cosmogonía interior no se va al
mercado ni se compra ropa ni se paga el teléfono, la luz, el agua…” Y montaron
su remate de caballos que él bautizó Caballo de Troya. Les fue tan bien que al
año ya tenían cinco sucursales diseminadas por toda la ciudad, una lujosa casa
en el parcelamiento Santa Ana y dos carros que le costaron lo mismo que veinte
librerías juntas.
Y así quién va a estar escribiendo versos. El hombre
olvidó para siempre el premio de El nacional y el Nóbel. De aquella época sólo
le quedaron buenos amigos a los que invita a tomarse unos güisquis cuando se
siente deprimido, como debió sentirse esa tarde cuando, al salir de clase, leí
en la pantalla de mi celular su nombre.
Preocupado por la insistencia de mi amigo, me apresuré a
revisar los mensajes de texto: T spro n Tsk + trd. Decían los tres mensajes de
la persona que en un tiempo arremetía con furia contra aquel que irrespetara la
gramática y la sintaxis. Debo confesar que no entendí,
pero-lo-que-se-dice-nada, aquellos mensajes. No soy muy experto en eso que los
lingüistas han denominado “economía del lenguaje”, por eso decidí que era mejor
escuchar los mensajes de voz, los cuales al instante me despejaron la
incógnita: Te espero en la tasca de siempre más tarde.
A eso de las nueve llegué a la tasca de siempre. Él se
alegró al verme y pidió de inmediato para mí un güisqui dieciocho años, luego
me dijo: “No te preocupes, es güisqui bueno, no como ese que le regalaban a mi
suegro en diciembre los agremiados de su sindicato. Cómo no se iba a morir el
viejo, si bebía tanto güisqui puya’o”. Durante toda la noche me estuvo hablando
de sus logros, del carro que se iba a comprar -de esos que cuestan lo que deben
de costar cuarenta librerías juntas-, de la casa que se estaba construyendo en
la sierra y de la que se había comprado en la playa de Buchuaco, del viaje que
iba a hacer con los muchachos y Yasmira para Disney World.
“¡Disney World! ¡Virgen
Santa!” Pensé. “¿Y este no era el
que decía que Mickey Mouse era un símbolo de dominación utilizado por los
gringos para destruirnos como cultura?” Debo confesar que la envidia me estaba
corroyendo. Sí, sí, bueno, es que uno es humano.
Ya cuando nos estábamos yendo me preguntó: “¿Y tus cosas
cómo van?”. Con mucha vergüenza le respondí: “Ahí, dando clases e investigando”.
“¿Ah, síii? ¿y sobre qué estás investigando?”. Inquirió, como por no dejar.
“Estoy haciendo un estudio acerca de los referentes animalísticos en la poesía
venezolana”. Le respondí. “Ah”. Balbuceó con desdén. “Chico, y cuando vas a
madurar tú, con referentes animalísticos no se compra en el hipermercado ni se
paga la luz, el teléfono, el cable... Ya que sabes tanto de animales por qué no
te montas una tienda de mascotas”. Así me dijo el muy desgraciado. Es que me
sentí como una chiripa rociada con Baygon. “No, eso ni pensarlo”. Fue lo único
que pude decirle, pues la indignación me ahogó las palabras. Pero ahora que han
pasado los días, ¿pueden creerme que comencé a pensarlo?
Febrero de 2006
lunes, 23 de noviembre de 2009
SÚBETE A MI MOTO
José Barroso
José Barroso
Cuarenta años tenía el señor Francisco laborando en la Oficina sin
presentar nunca un reposo, sin faltar jamás un lunes por quedarse dormido
pasando un ratón, cuarenta años sin irse antes de la hora de salida ni un solo
viernes, sin reunirse en el cuartito de la fotocopiadora a fumarse un cigarro o
a buscar los números de la lotería ocultos en el comic llamado la Panchita,
como algunos de sus compañeros.
Él era el primero en llegar y el último en irse, el que asistía a la Oficina un sábado o un
domingo si el director lo necesitaba, el que debía ser obligado por el jefe de
personal a tomarse sus vacaciones, el único que permanecía sobrio en las
fiestas de fin de año, “porque mañana tengo que trabajar”, y se iba tempranito
a casa, después de los regalos del amigo secreto o después que los dos
compañeros que se tenían tirria se daban un abrazo palmoteado y se iban a bailar en trencito con los demás.
Por eso se extrañó tanto el señor Francisco cuando el nuevo jefe, llegado
de Caracas para enderezar las cosas, lo citó a su despacho. Pensó que se
trataba de una amonestación. “¿Pero, por qué -se preguntó- si yo cumplo con mi
horario y con mi trabajo, y nunca en la vida me he llevado las resmas de papel
ni las cajas de bolígrafos para mi casa?”
Quiso seguir imaginando las razones de la posible amonestación, pero la
voz de la secretaria del jefe interrumpió su pensamiento: “Dice el doctor que
pase”.
Temeroso el señor Francisco abrió la puerta del despacho, saludó y esperó
impaciente que el jefe terminara de buscar, con afán, un papel en los lotes de
carpetas colocados sobre el escritorio.
“Tenga, señor Colina, en este oficio se le informa que usted ha sido
jubilado”.
Ju-bi-la-do. La palabra estremeció al señor Francisco. Jubilado le sonaba
a fusilado, a júbilo jamás, sino a eso
a fu-si-la-do. “¿Pero, y yo qué hice, doctor?”. Le preguntó al Jefe el señor
Francisco con el rostro descompuesto. “Ponerse viejo, señor Colina. ¿Le parece
poco? Ponerse viejo”. Fue la respuesta de aquel hombre de rostro inexpresivo.
El señor Francisco tomó la carta, la metió en el bolsillo de su camisa y
salió. No quiso decirle nada más al hombre cuyas palabras lo habían hecho
sentirse disminuido ante él, ante sus treinta o treinta y cinco años de edad, y
ante su voz de tono indiferente. Sabía que ningún ruego cambiaría aquella
decisión.
Mientras caminaba hacia su escritorio, con el corazón encogido, pensó en
cómo se lo diría a Zenaida, su esposa. Debió imaginarse que aquello pasaría en
algún momento, pero nunca lo hizo. Estuvo siempre tan metido de lleno en su
trabajo que no tuvo tiempo para eso.
Durante el resto de la jornada no hizo más que reflexionar, reflexionar, hasta
la hora de salida.
Llegó a su casa risueño, así lo vio Zenaida, risueño, como en los cinco
actos académicos de los cinco hijos, graduados tres en la “Francisco de
Miranda”, uno en el Tecnológico y el menor en la Central , bajo aquellas
nubes de Calder que por momentos le recordaban los Tres Platos que durante
mucho tiempo habían levitado en la resolana de Coro.
Zenaida extrañó que llegara tan carialegre y más zalamero de lo habitual.
También extrañó que buscara los discos de acetato de la Billo `s, y colocara
insistentemente aquella canción que les gustaba bailar en el Club Concordia
cuando eran novios
La esposa no se cansaba de preguntarle el porqué
de tanta alegría, pero él no le respondía, sólo le sonreía y continuaba
trasteando en la cocina, buscando unas cervecitas, unas aceitunas, unas
pepitonas y condimentando la carne para una parrilla…
Fue
varias horas más tarde, con diez cervezas encima y con la Billo `s de fondo cuando le
dijo a la esposa: “Me jubilaron, Zenaida, pero no les voy a dar el gusto”. La
esposa se llevó asombrada las manos a las mejillas y estaba a punto de soltar
las lágrimas cuando escuchó al señor Francisco decirle: “No, no. Nada de
lloriqueos. Ahora nos toca a nosotros… Cinco hijos, todos graduados, todos casados. Ocho nietos, todos hermosos… Ahora nos
toca a nosotros”.
Los
hijos al enterarse le recomendaron: “Lo que debes hacer, papá, es invertir esos
cobres de la jubilación”. “Sí, pero primero me voy a comprar mi moto”. Les dijo
él. “¿Una moto, cómo que una moto, qué vas a hacer tú con una moto?” “Montarme
en ella, pues”. “Pero, papá, ya tú no estás para esas cosas”. “¿Ah no, y
entonces para qué estoy?”
Fue
tal la alarma en la familia que hasta la hija que vive en Miami lo llamó: “Esas
son cosas para la juventud, papá”. Le dijo ésta, a lo que él respondió: “Por
eso mismo, mija, esa es una deuda que tengo conmigo desde mi juventud”.
Sólo Zenaida,
como siempre, lo apoyó y el día que el señor Francisco llegó con la moto ella
se cubrió su cabello blanco con un pesado casco y lo acompañó por las calles de
Coro, agarrada fuerte a su cintura. Y así andan desde ese día, sintiendo la
brisa fresca de la sierra o el viento salobre de la península, amándose en
parajes insólitos, sintiéndose más vivos que nunca, llenos de verdadera
juventud.
Marzo de 2006
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